Nunca se había caracterizado por su paciencia, pero es que
en ese momento estaba completamente fuera de sí. El horizonte, ya en tonos
anaranjados, remarcaba lo evidente. Hacía más de diez horas que estaba sin
noticias de él.
Con frustración, rabia y un hasta un ligero toque de
impotencia (un sentimiento ciertamente novedoso para él) Tony Stark cogió de
nuevo su smartphone. Evitó la marcación rápida y tecleó todos y cada uno de los
números. El sonido que emitían lo relajaba. Si en el fondo le estaba bien
empleado. Solamente se le podía ocurrir a él la genial idea de darle un
teléfono a un dios nórdico. ¿En qué coño estaba pensando? Acercó de nuevo el
móvil a la oreja y los últimos rescoldos de paciencia que le quedaban se desvanecieron
cuando la llamada no fue respondida.
−¡Que te jodan! –lanzó el móvil con fuerza hacia la pared.
No cayó en la cuenta de que estaba en un lujoso ático acristalado hasta que vio
como el smartphone destrozaba uno de los ventanales en su camino a un desastroso
descenso de trescientos cincuenta metros−. ¡Mierda!
Guardó el aliento unos instantes. Nada. No se oía nada.
Definitivamente no había matado a nadie; aunque sería curioso, un nuevo
concepto: muerte por smartphone. Estalló en carcajadas. Cogió las llaves del R8
negro y se dirigió al ascensor. Siempre había solución para todo y estaba
seguro de que su buen amigo Jack Daniels le ayudaría a encontrarla.
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